Hace poco leí el libro Un rabino habla con Jesús, de Jacob Neusner.
En él, el autor —un rabino practicante y erudito del judaísmo— se imagina escuchando el Sermón de la Montaña y dialogando con Jesús.
Lo hace con total respeto, con una apertura sincera al diálogo interreligioso, y con una profunda fidelidad a la Torá.

A lo largo de su reflexión, Neusner se pregunta si, de haber estado allí aquel día, se habría convertido en discípulo de Jesús.
Su conclusión es que, por diferentes motivos que va desarrollando en su libro, no lo hubiese seguido. En sus propias palabras:

“Si hubiera estado allí ese día, no me habría unido a sus discípulos y seguido los pasos del maestro.
Habría dado media vuelta y me habría vuelto con mi familia, a mi pueblo, para seguir mi vida como parte, y dentro, del Israel eterno.”

Y una de las cosas que también escribe en libro, que más llamó mi atención, y que lo menciona más de una vez es lo siguiente:

“Lo que Jesús me exige, sólo me lo puede pedir Dios.”

Esa frase es central, ya que remite a la esencia de todo: ¿Quién es Jesús? ¿Es Jesús Dios? ¿Cómo podemos saberlo?

Entonces mi pregunta al rabino sería la siguiente:
Si además de que él hubiese estado escuchando el sermón de la montaña y luego hablado con Jesús, también hubiese estado con los discípulos después de la muerte de Jesús, y lo hubiese visto resucitado, dialogando con ellos…
¿Cómo interpretaría ahora las palabras del Sermón de la Montaña? ¿Las seguiría viendo como algo diferente a la Torá o les daría una mirada diferente?

Esa experiencia —la Resurrección— seguramente no habría anulado su fidelidad a Dios, sino que habría revelado el rostro de ese mismo Dios en quien siempre creyó y estoy segura que eso le habría dado una mirada nueva para interpretar las palabras de Jesús.
Porque solo la Resurrección explica plenamente la autoridad con la que Jesús hablaba.

El signo de su autoridad

El Evangelio de Juan nos narra un episodio que ilumina esta cuestión.
Jesús entra al Templo y ve que este lugar sagrado de culto y oración, se ha convertido en un mercado.
Asi que expulsa a los vendedores con palabras encendidas.
Entonces las autoridades judías le preguntan:

“¿Qué signo nos muestras para obrar así?”
Y Jesús respondió:
“Destruyan este templo y en tres días lo levantaré.” (Juan 2,18-19)

A primera vista, parece una respuesta evasiva o incluso provocadora.
El Templo era lo más sagrado de Israel, el centro de la fe y el símbolo de la presencia divina.
Pero Jesús estaba anunciando el signo más grande de su autoridad:
su muerte y su resurrección.

El evangelista lo explica con claridad: “Él hablaba del templo de su cuerpo.” (Jn 2,21)

El rabino Jacob Neusner lo dijo con precisión:

“Lo que Jesús me exige, sólo me lo puede pedir Dios.”

Y si creemos que Jesús es Dios, entonces sí puede pedirnos todo lo que vino a enseñarnos.

En mi caso personal, no estuve allí para ver la Resurrección,
pero fui testigo de que Él está vivo y presente en la Eucaristía.
Lo cuento en otro artículo (clic aquí), o en este otro video (clic aquí): tuve un regalo del cielo, una experiencia que me permitió percibir —con sentidos que no son de este mundo— que Él está realmente presente en ese pan vivo bajado del cielo, el nuevo maná.
Ya no como símbolo, sino como presencia real.

Por eso tengo la certeza de que Jesús es el Mesías de Israel, el Hijo de Dios.
Y es desde esa fe que puedo contemplar el Sermón de la Montaña y todas sus enseñanzas con una mirada nueva.

No preguntarme “¿es esto verdad?”,
sino más bien: ¿en qué sentido es verdad lo que Él dice?
Poder pensar de otra manera los planteos que hace el rabino en el libro:
no tratando de ver en qué sentido lo que Jesús dijo no va de la mano con la Torá,
sino preguntándome cómo debo interpretarlo para descubrir
en qué sentido lo que Él enseña no viene a abolir la Ley ni los Profetas, sino a darles cumplimiento

El diálogo que nace de una misma oración

Cuando Jacob Neusner afirma que “lo que Jesús me exige, sólo me lo puede pedir Dios”, se acerca más de lo que imagina al corazón del Evangelio.
Porque la fe, tanto judía como cristiana, comienza siempre en el mismo punto:
en la búsqueda sincera de hacer la voluntad del Dios verdadero, amarlo sobre todas las cosas,
con todo el corazón, y con toda el alma, y con todas las fuerzas.

Pero lo más hermoso de este diálogo no es quién “gana” el argumento,
sino que ambos —el rabino y el discípulo de Cristo—
rezan al mismo Dios, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.

Neusner lo expresa con una belleza que traspasa toda diferencia:

“Es ya de noche. El sol se ha puesto, las estrellas lucen en lo alto.
Nuestras oraciones han acabado. Y acabamos hoy como hicimos entonces, con palabras que usó también Jesús:

«Que el santo nombre de Dios sea santificado y engrandecido en el mundo que Dios creó según su voluntad.
Y que se imponga el reino de Dios, en los días de vuestra vida y en los días de la vida de todo Israel, y decid: amén.»

«Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre; venga tu reino; hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo…»

Así oramos aquella noche, y así hemos seguido orando a lo largo del tiempo; así oró él aquella noche, y así han seguido orando sus discípulos a lo largo del tiempo.
Sí, debatimos y discutimos, pero oramos al mismo Dios.
Y ésta es, en definitiva, la razón por la que siempre debatiremos y discutiremos,
pero serviremos a Dios amándonos unos a otros, como Dios nos ama.”

Y ahí, en esas palabras, se encuentra el verdadero sentido del diálogo entre judíos y cristianos: no la fusión de las diferencias, sino la fidelidad compartida al Dios único, y el amor mutuo como su signo más alto.

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