Desde tiempos antiguos, el pueblo de Israel ha cantado salmos para celebrar y para suplicar.
En los momentos de gozo, como acción de gracias.
Y en las noches más oscuras, para atravesar el dolor, la ausencia, la espera.
Los salmos han sido un modo de hablarle a Dios… pero también de escuchar su eco en la historia.
Un modo de hacer memoria: de su fidelidad, de su presencia, incluso cuando parecía lejos.
De afirmar, aun con lágrimas, que Dios nunca dejó de acompañar a su pueblo.
Jesús, como parte de ese pueblo, también los cantó.
Y lo hizo justo antes de enfrentar la cruz.
En la Última Cena, eligió unir su voz a la de generaciones enteras que, en medio del dolor, cantaban para no soltar la esperanza.
Los evangelios nos cuentan que la noche de la Última Cena,
“Después de cantar los salmos, salieron al monte de los Olivos” (Mt 26,30; Mc 14,26).
Pero, ¿Cuáles eran esos salmos? ¿Qué fue lo que cantaron Jesús y sus discípulos en esa noche tan significativa?
Como hemos visto en otros videos y artículos, la Última Cena no fue una comida cualquiera. Fue un Séder de Pésaj, la tradicional cena de la Pascua judía.
Y en cada Séder, desde hace siglos y hasta el día de hoy, se entonan los mismos salmos: del 113 al 118, y también el Salmo 136, conocido como el Gran Hallel.
Estos salmos celebran la salida de Egipto, la experiencia de la libertad, y la fidelidad constante de Dios. Son conocidos como el Hallel, que en hebreo significa alabanza.
Alabar es mucho más que cantar. Es proclamar quién es Dios, reafirmar su identidad, y recordarnos sus cualidades.
Nos ayuda a hacer memoria de su acción en la historia, y a reconocer quién es Él para nosotros hoy.
Es el Dios bondadoso y compasivo, lento para enojarse y grande en misericordia.
Es la roca que sostiene, la fortaleza que nos protege.
Es el Dios que libera, porque no nos quiere esclavos.
El Dios que hace justicia, que no deja impune el mal.
Rezar estos salmos renueva nuestra confianza en Él. Y esa confianza nos sostiene en lo cotidiano.
La Pascua judía tiene una fuerza especial porque no ignora el dolor del pasado. Celebra la libertad, sí, pero sin olvidar la esclavitud.
Se brinda con vino, pero también se comen hierbas amargas, remojadas en agua con sal, que evocan las lágrimas del sufrimiento.
Es una alegría que no niega el dolor atravesado.
Y fue en ese contexto de memoria viva y agradecida que Jesús cantó con sus discípulos.
Sabía lo que estaba por venir.
Y, aun así, eligió cantar.
¿No es profundamente conmovedor imaginar a Jesús, horas antes de ser entregado, cantando con sus amigos sobre la fidelidad de Dios, sobre la esperanza, sobre el amor eterno?
Cantaba para fortalecerse.
Cantaba para confiar.
Cantaba porque sabía que detrás del dolor… vendría la libertad.
Cantaba para enseñarnos cómo atravesar nuestras propias noches oscuras.
Tomemos un momento para contemplar algunos versículos de los salmos que probablemente entonó esa noche. Cerremos los ojos, y tratemos de imaginar la escena: Jesús saboreando el pan y el vino, compartiendo con sus amigos más íntimos la alegría del encuentro… y también la tristeza de la traición,
la esperanza de la resurrección… y el dolor de la pasión que ya se acercaba.
En el Salmo 115 se escucha esta invitación:
“Pueblo de Israel, confía en el Señor:
Él es tu ayuda y tu escudo.”
Y el Salmo 116 expresa con ternura y fe:
“Amo al Señor, porque él escucha
el clamor de mi súplica,
porque inclina su oído hacia mí
cuando yo lo invoco.
Los lazos de la muerte me envolvieron,
me alcanzaron las redes del Abismo;
caí en la angustia y la tristeza,
entonces invoqué al Señor:
‘¡Por favor, sálvame la vida!’.
El Señor es justo y bondadoso,
nuestro Dios es compasivo;
el Señor protege a los sencillos:
yo estaba en la miseria y me salvó.
Él libró mi vida de la muerte,
mis ojos de las lágrimas
y mis pies de la caída.
Yo caminaré en la presencia del Señor,
en la tierra de los vivientes.
Tenía confianza, incluso cuando dije:
‘¡Qué grande es mi desgracia!’”
Y el Salmo 118 continúa:
“En el peligro invoqué al Señor,
y él me escuchó dándome un alivio.
El Señor está conmigo: no temeré.” (5-6)
Frente a esto, podemos imaginar cómo resonaban esas palabras en el corazón de Jesús.
Cómo cada verso le recordaba la fidelidad de Dios a lo largo de la historia de su pueblo.
Cómo, aun en medio del dolor, se sostenía en la certeza de que Dios escucha, salva y permanece.
No eran solo rezos: eran memoria viva.
Una forma de atravesar la oscuridad, recordando que Dios nunca dejó de estar.
Y con este ejemplo hoy quizás podemos preguntarnos nosotros
¿Qué salmos cantamos cuando atravesamos nuestras noches más oscuras?
¿Qué palabras nos sostienen cuando no entendemos lo que nos pasa, cuando sentimos que todo se nos desmorona?
Tal vez, como Jesús, podemos también nosotros cantar en medio del dolor.
Podemos recordar que la Pascua no es solo un recuerdo…
Es una promesa viva. Es una esperanza que no se apaga.
El Salmo 136 lo repite como un mantra:
“Es eterno su amor.”
Aquella noche, Jesús nos regaló una nueva forma de transitar el sufrimiento.
Nos dio un canto de confianza.
Un canto que une la Pascua de Israel con la redención de la cruz.
Un canto que, aún hoy, nos invita a cruzar nuestras amarguras hacia la dulzura,
y nuestras esclavitudes hacia la libertad.
Que también nosotros, como Jesús, aprendamos a cantar… aun en la noche.
A confiar, aun cuando no entendemos.
A caminar, aun cuando tiemblan nuestros pies.
Porque su amor es eterno.
Y en cada Pascua, Él vuelve a abrir el mar.