Los salmos han acompañado a generaciones enteras del pueblo de Israel… y siguen haciéndolo hasta hoy.
Son cantos de celebración, de súplica, de dolor.
Nos ayudan a atravesar tanto los momentos más luminosos de la vida como esos otros en los que parece reinar el silencio de Dios.

Jesús, como judío, también los rezó durante toda su vida.
Y en el momento más importante —en la cruz— también los pronunció.

Las “siete palabras” de Jesús en la cruz no son solo frases sueltas.
Son las últimas palabras de alguien que está muriendo.
Y cuando alguien sabe que está muriendo, cada palabra importa.
No son arbitrarias.
Son elegidas. Pensadas.
Y en el caso de un crucificado, donde hablar es una tortura… esas palabras revelan lo hay en lo más profundo de su corazón.

De esas siete frases, dos están tomadas directamente de los salmos.
Jesús los había cantado con sus discípulos en la Última Cena —como vimos en el articulo anterior—, y ahora, en el final de su vida, los vuelve a rezar.

Dos salmos.
Dos oraciones.
Dos momentos clave de la Cruz.

Primero, el Salmo 22:
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”

Y más tarde, el Salmo 31:
En tus manos encomiendo mi espíritu.”

¿Cómo puede un hombre pasar de decir “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” a decir: “En tus manos encomiendo mi espíritu”?
¿Cómo se transita de la sensación de abandono a la entrega total?

Lo que parece una contradicción es, en realidad, un recorrido.
Un camino interior.
Un tránsito desde el dolor hacia la esperanza.
Que es lo que nos enseña Jesús, y lo que nos enseñaron a hacer los salmos durante siglos.

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
Estas palabras, recogidas por Mateo y Marcos, resuenan como un grito desgarrador.
Muchos han visto en ellas solo desesperación.
Pero quienes conocen la tradición judía saben que son mucho más que eso.

Son las primeras palabras del Salmo 22.
Y en la tradición de Israel, citar el comienzo de un salmo es evocar todo su contenido.
Es como si Jesús estuviera rezando el salmo entero con una sola frase.

Entonces, si leemos el salmo completo, podemos comprender algo totalmente diferente de lo que estas palabras aparentan expresar…

Y ese salmo, aunque empieza con un clamor de angustia, termina con una alabanza confiada.
Veamos algunos de los versículos.

El salmo comienza así:

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
¿Por qué estás lejos de mi clamor y mis gemidos?
Te invoco de día, y no respondes,
de noche, y no encuentro descanso.”

Pero más adelante, dice:

“En ti confiaron nuestros padres,
confiaron y tú los liberaste;
clamaron a ti y fueron salvados,

confiaron en ti y no quedaron defraudados.”

Ya vimos en otros videos que muchos salmos hacen este ejercicio de rememorar el paso de Dios en la vida del pueblo de Israel y, a la vez, en la propia vida.
Y eso vuelve a fortalecer a quien lo reza, porque entiende que Dios nunca defraudó a su pueblo, ni a quienes lo buscan, y tampoco lo va a defraudar a él.
Entonces, en medio del dolor y la tragedia, el salmista expresa su confianza inquebrantable en Dios.

Este salmo, además, expresa aún mucho más.
Tiene un carácter profético.
Jesús no solo lo reza, sino que lo vive en carne propia.

Leamos en detalle lo que dice el salmo y vamos a verlo en relación a los relatos de la Pasión en los Evangelios:

“Los que me ven, se burlan de mí,
hacen una mueca y mueven la cabeza, diciendo:
‘Confió en el Señor, que él lo libre;
que lo salve, si lo quiere tanto’.
(Salmo 22, 8-9)

Lucas 23 nos dice:
“El pueblo permanecía allí y miraba. Sus jefes, burlándose, decían: ‘Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!’
También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían: ‘Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!
’”

Y el Salmo continúa (22, 17-19):

“Taladran mis manos y mis pies,
me hunden en el polvo de la muerte.
Yo puedo contar todos mis huesos;
ellos me miran con aire de triunfo,
se reparten entre sí mi ropa
y sortean mi túnica.”

Evangelio de Juan 19, 23-24:

Después que los soldados crucificaron a Jesús, tomaron sus vestiduras y las dividieron en cuatro partes, una para cada uno. Tomaron también la túnica, y como no tenía costura, porque estaba hecha de una sola pieza de arriba abajo,
se dijeron entre sí: ‘No la rompamos. Vamos a sortearla, para ver a quién le toca’. Así se cumplió la Escritura que dice: Se repartieron mis vestiduras y sortearon mi túnica. Esto fue lo que hicieron los soldados.”

Este salmo, escrito siglos antes, parece describir lo que está ocurriendo al pie de la cruz.
Las palabras del salmo se hacen cuerpo en Jesús.
Lo que había sido oración del pueblo, se convierte en experiencia viva del Mesías.

Y el Salmo 22 concluye con esperanza:

Contaré tu nombre a mis hermanos,
te alabaré en medio de la asamblea.”

“Porque no ha mirado con desdén ni desprecio la miseria del pobre,
no le ocultó su rostro y cuando pidió auxilio, lo escuchó.

Jesús empieza con este salmo.
Y con eso, nos muestra que incluso en el abandono… hay un camino hacia la confianza.
Y al final, lo confirma con su última frase del Salmo 31:

“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.”

Con esta frase, Jesús se entrega.
Se confía plenamente a su Padre.

No está huyendo del dolor.
Lo está atravesando.
Y lo hace con la misma oración que sostuvo a su pueblo durante siglos.

Jesús muere como vivió: en diálogo con Dios.
Y ese diálogo, aun en la cruz, no está marcado solo por la angustia,
sino también por la certeza de que Dios no abandona.
Que el silencio de Dios no es ausencia.
Que en medio de la noche… la oración nos ilumina.

Y frente a esto, podemos aprovechar estos días para reflexionar también nosotros…

¿Qué palabras brotan de nuestra boca en nuestras propias cruces?
¿Podemos —como Jesús— hacer nuestros los salmos?
¿Dejarnos llevar por ese camino que va del abandono a la confianza?
Del dolor a la esperanza.
De la soledad… a la comunión.

Porque también nosotros, en medio de nuestras noches, podemos recordar como lo hizo Jesús.
Recordar que no estamos solos,
que hay una historia detrás que nos sostiene,
una fidelidad que no falla.

Los salmos no son solo palabras antiguas.
Son el puente entre nuestra fragilidad y la fuerza de Dios.
La voz que nos ayuda a seguir rezando cuando ya no tenemos palabras.

Y así, como lo hizo Jesús, también nosotros podemos confiar.
Incluso en la cruz.
Incluso en la noche.
Incluso cuando todo parece perdido…
podemos seguir confiando, porque su fidelidad no se apaga.

A entregar nuestro espíritu, sabiendo que Dios nos recibe con amor.
Porque su fidelidad es eterna.
Y en cada cruz, Él nos sostiene con sus manos.

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