¿Hay algún artista que haya creado su obra por puro azar? ¿Que no haya tenido ninguna intención detrás? Tal vez quiso hacer catarsis, o manifestar sentimientos que brotaban de lo más profundo de su ser. Expresar emociones que superan el lenguaje verbal. Su obra, única y auténtica, transmite algo irrepetible, algo que ninguna otra podría decir del mismo modo.
Cuando contemplamos la obra de la creación, las maravillas de la naturaleza, los atardeceres llenos de colores que despiertan en nosotros emociones indescriptibles… ¿nos detenemos a pensar en su Creador? ¿Puede una obra tan armónica nacer del caos? ¿Pueden estos mares y montañas, esta belleza innegable, existir sin un sentido?
El salmista lo dice con claridad: “El cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Salmo 19,1). Y el Libro de la Sabiduría lo expresa aún más profundamente:
“Porque por la grandeza y hermosura de las criaturas, se llega, por analogía, a contemplar a su Autor.” (Sab. 13,5)
Si toda obra revela algo de quien la crea, ¿no estamos llamados también nosotros a buscar el propósito que hay detrás de esta creación? ¿No cambia radicalmente nuestra vida si descubrimos que detrás de lo creado, y de nuestra propia existencia, hay una intención, un propósito?
A veces le pedimos a Dios respuestas… y sentimos que guarda silencio. Pero ¿y si estuviera hablando en otro lenguaje? ¿Y si su respuesta no tuviera forma de palabra, sino de brisa, de cielo estrellado, de belleza gratuita que se revela sólo en el silencio y la contemplación?
Job, el personaje bíblico que encarna el dolor humano más profundo, en su búsqueda angustiosa de sentido, encontró finalmente una respuesta cuando Dios le habló desde la tormenta. Pero no le explicó por qué sufría. Le habló sobre la creación, sobre el mar, el cielo, los animales salvajes, las estrellas… ¿Qué tenía eso que ver con su dolor? Y, sin embargo, en esa inmensidad, en ese lenguaje de la belleza, Job encontró consuelo. Tal vez no el que esperaba , o el que nosotros como lectores queríamos tener—no uno lógico, racional, tranquilizador—, pero sí uno que lo envolvió, que lo superó y lo llevó a la confianza.
Porque hay vivencias —el sufrimiento, el amor, la belleza— que desbordan las palabras. Es allí donde el arte encuentra su vocación, y donde la creación se convierte en lenguaje: un lenguaje que no se pronuncia, pero que dice muchísimo.
Y me pregunto: ¿acaso el Artista por excelencia, Dios mismo, no usará también ese lenguaje para hablarnos? ¿Para expresar su dolor ante nuestro dolor, su Amor extremo que se derrama una y otra vez sobre nuestros corazones?
Quizás la próxima vez que nos sintamos perdidos por el aparente silencio de Dios, podríamos simplemente contemplar sus obras, mirar el cielo, la montaña o al mar… y tal vez allí entendamos algo de lo que nos quiere decir. Quizás tengamos la suerte del salmista, y podamos decir también nosotros:
“¡Señor, nuestro Dios, qué admirable es tu nombre en toda la tierra! […]
Cuando contemplo el cielo, obra de tus manos,
la luna y las estrellas que has creado,
¿Qué es el hombre para que pienses en él,
el ser humano para que lo cuides?”
(Salmo 8. 1-5)
Y en esa contemplación simple y silenciosa, volver a sentirnos amados, cuidados, tenidos en cuenta. Volver a descubrir que no estamos solos.